22 junio, 2010

Capítulo I


When I get older, I will be stronger, they’ll call me freedom, just like a waving flag
K’Naan

Aquí en la universidad la vida era mucho más fácil para vivirla, sin problemas, sin agobios, sin esa necesidad de hacer de uno un ejemplo de vida como persona. Y pensar que mi estancia en ella duró más de lo que muchos pudieron pensar. Aunque a la gran mayoría de mi familia no les agradaba que alguien estudiase literatura a mi aquello me daba igual e ingresé a dicha carrera por, literalmente, pura rebeldía. Los primeros años fueron los mejores de mi vida, yo apenas era un muchacho que se crió en un barrio que sin llegar a ser exclusivo era un barrio tradicional. Y desde aquel entonces viví en la mayor cantidad de casas que alguien haya vivido jamás.
Cuando ingresé a la universidad todo fue nuevo para mí: mi primer trago por ejemplo, me lo invitó Copete, mi primera enamorada me la presentó, Ludo, mi primer porro de marihuana fue gracias a Nadia, la primera muchacha con la que estuve en la universidad y la primera que me puso los cuernos. Tenía todo el tiempo del mundo para escribir, leer, y huevear.
El primer día de clases conocí a Copete, nadie sabía por qué lo llamaban así, hasta que la confianza hizo el resto y ante la poca iniciativa de los demás compañeros nos invitó lo que él solía llamar “un trago” y sacó de su morral una especie de vaso pisquero y sólo entonces todos entendimos de donde provenía aquello de Copete, y ese fue el nombre con el que todos lo conocimos siempre.
Ese frase, además, de “un trago” terminaba en varias docenas de tragos, y nosotros totalmente alcoholizados. Llegábamos tarde a nuestras casas y empezábamos a ser mal vistos por nuestros familiares que se arrepentían de facilitarnos los pasajes y el dinero para los libros del día a día.
Copete no tenía problemas por esa parte. Sus padres le mandaban dinero del extranjero y tenía lo suficiente como para no morirse de hambre cada mes, lo curioso es que cada vez que íbamos de la universidad a su casa y abríamos el frigider (este gesto de confianza tardó mucho tiempo en realidad) nunca encontrábamos nada. Sin embargo, aquel refrigerador tenía todas las bebidas habidas y por haber, que Copete no demoraba en invitarnos para sentirnos como en casa. Recuerdo que la primera vez que lo vi en el patio de letras, Copete, tenía una expresión de angustia terrible, tampoco sabía él cómo había ingresado dado que había dado el examen de admisión en estado de ebriedad. Fue lo primero que me contó cuando me vio sentado en una de las tantas bancas de la universidad que daban frente a la facultad de Humanidades, y que poseían lo que supuse habrían de ser nuestros salones. Nos hicimos amigos inmediatamente, en esas primeras semanas intercambiamos la mayor cantidad de libros posibles, sus preferidos eran Proust y Sthendal, el primero por ser un escritor capaz de convertir en literatura todo, hasta el mismísimo tiempo, y el segundo por ser un escritor capaz de convertir a todo tipo de mujer en un radical pretexto de escribir. Por aquel entonces, Copete, escribía una poesía que nunca dejaba de sorprenderme, llegaba muy de mañana y lo primero que hacía era extenderme unas hojas un tanto extrañas, no eran las tradicionales A4 con las que un joven tatúa sus primeros escritos, eran unas como las que utilizan los contadores, más anchas que largas. Las recibía gustoso y las guardaba dentro de algún libro, y digo libro porque nunca usé cuadernos en la universidad, pensaba que dentro de la mochila de alguien que estudiaba literatura debía y tenía que haber imperiosamente o una estupenda novela o un poemario de esos que poseen versos que provocan subrayarlos, sin piedad, por su genialidad. Copete me dio a guardar la mayor cantidad de sus poemas. Particularmente no me sentía en la misma confianza como para entregarle mis primeros escritos. El recuerdo que tengo de aquellos años es el de estar sentado frente a una máquina de escribir, sí, una máquina de escribir, ya existían las computadoras, por supuesto, pero el sólo hecho de terminar el cuento en una máquina de escribir me daba un aire distinto o eso al menos creíamos todos aunque nadie terminara por aceptarlo. Otro de los recuerdos que tengo de aquellas épocas es el haberme hecho la pregunta de cómo mierda alguien podía terminar una novela en una maquina de escribir, lo veía como algo imposible, el primer cuento que escribí me costó casi un millar de hojas, y eso que cada vez que lo releía notaba alguna imperfección que intentaba disimular para no tener que gastar más papeles. Ese cuento nunca llegó a manos de nadie.
Los primeros meses en la universidad habían pasado y todos nos empezamos a conocer porque un profesor de antropología nos había hablado de lo importante que era la socialización entre las personas, recuerdo que nos habló de El náufrago, de Steven Spielberg, y nos dijo que todos en el fondo necesitamos de un Mr. Wilson para no volvernos locos o para no sentirnos tan solos. Copete y yo nos miramos cada uno desde su ubicación y no supimos dentro de nuestras mentes quién de los dos era Mr. Wilson. Al finalizar la clase, Copete me dijo si había visto a la chinita del salón, para ser más exactos me dijo si había visto lo loquita que era, dije sí por dar una respuesta, yo estaba más preocupado por aquello de la socialización antropológica, pensaba que de no haber ingresado a la universidad hubiera sido algo así como un naufrago sin Mr. Wilson. Copete me sacó de mi retraimiento y me informó que haría una reunión en su departamento, extrañamente empezó a acercársele a los grupos de chicos y chicas que merodeaban por el salón esperando la segunda clase y los invitó a la reunión que se daría el día sábado después del curso de latín. Todos aceptaron un poco extraños la invitación, y era de suponerse dicha reacción dado que llevábamos casi tres meses en la universidad y esa fue la primera vez que Copete se les acercó para decirles algo. Cuando volvió le dije que nadie iría a su casa. Copete me miro un tanto extraño por lo que dije y me preguntó por qué estaba tan seguro de ello, fácil, le respondí, tienes que invitar a ella, y señalé desde mi ubicación a una muchacha de apariencia inocente, con una expresión tirando para ingenua.
“¿Analy?” preguntò extraño, Copete.
Por supuesto, al menos que no quieras que tu fiesta de socialización sea la más aburrida de todas. Copete sonrió maliciosamente. Cuando se dirigió hacia ella, muchos de los chicos que estaban en el pasillo voltearon a mirarlo, se dirigió con paso seguro, y desde mi ubicación pude adivinar lo que le sería una invitación personal, con todas aquellas formalidades que nunca faltan. Ella se mostró sorprendida, Copete le sonrió, ella le devolvió el gesto con otra sonrisa, y después de breves segundos, ella sacó su agenda, apuntó algo, y asintió, le dio la mano en gesto de saludo, y Copete regresó hacia mí diciéndome con la misma cara de alegría que poseía por aquellos años, “vamos, E, te invito un trago, yo pago”

Antes de ingresar a la universidad veía al Centro de Lima como cualquier transeúnte que camina por una ciudad bulliciosa, pero fue el tiempo el que se encargó de que cambiase de opinión.
Una mañana mientras ingresaba por la universidad, Copete, me alzó la mano a lo lejos y me hizo una seña que indicaba que el profesor no había llegado aún, cuando se acercó me dijo muy emocionado que había encontrado un café, esa fue la palabra que utilizó, se llama Trilce, queda aquí nomás, vamos, yo invito. Eran casi las diez de la mañana y el día anterior habíamos tomado como cosacos, una palabrita que aprendí leyendo el Taras Bulba de Nikolai Gogol, un libro que Copete me había prestado, no sé si porque él sabía que esa palabra la utilizaríamos ambos en nuestras conversaciones tiempo después.
Mi cuerpo a aquella hora de la mañana rechazaba cualquier aroma que contuviese alcohol, Copete me aseguró que sólo sería un café, cuando doblamos unas calles y caminamos en dirección recta, entramos al café y aquella reacción que tuve fue la misma que la de Copete. Exactamente igual, me diría luego. Eso sencillamente era París, un antro limeño, repleto de libros y gente que parecía tener algo que ver con esos libros. Pedías un café y eso te daba crédito a hojear algo del estante, no lo dudé dos veces, pedimos un café cada uno, Copete pidió a Sthendal, yo decidí primero apreciar los títulos que tenía esa especie de biblioteca, me preguntaba qué haría un lugar como Trilce en el corazón de Lima, me había decidido a pedir mi primer libro cuando un señor de cabellera gris se nos acercó muy cordialmente y nos dio algo así como una bienvenida, ustedes son estudiantes ¿no?, nos preguntó con suma curiosidad, ambos asintimos e inmediatamente nos contó como si nos conociéramos de mucho tiempo que el Café Trilce tenía apenas dos semanas de aperturado y que con el correr de los días llegarían más títulos para la biblioteca, no es que tampoco aquello haya sido una babilonia limeña, pero me atraía mucho la idea de ir a por un café y tener la opción de pedir algo más allá que un diario repleto de malas noticias. No demoró mucho tampoco el señor de cabellera gris en decirnos su nombre, nombre que por cierto terminamos olvidando en el trayecto del café a la universidad y terminamos por asociar al dueño del café con un personaje de Hemingway, ¿cuál de todos? Esa fue la pregunta que Copete y yo nos hicimos sin saber responderla.
Lo único que Copete sabía era que no le diría a nadie de ese café, “será nuestro café” dijo.
Él también estaba decidido en convertir aquel espacio en parte de nosotros, debo confesar que cuando Copete dijo aquello de nosotros no pude evitar mirarlo con burla, Copete reaccionó y me dijo que allí fundaríamos nuestro grupo literario. “Pero si somos sólo dos” fue lo que dije a modo de respuesta, Copete me dijo que ya llegarían más, que el grupo crecería, que no deberíamos pasar de cuatro por ser un número cabalístico.
A la mañana siguiente tuvimos apenas dos horas de descanso, los profesores entraban y salían y recomendaban los libros que deberíamos leer para las siguientes semanas, de todos el único que me interesó fue El suicidio de Emile Durkheim, el mismo profesor que nos había hablado de la socialización fue el que lo citó en clase, dijo siete veces la palabra suicidio, diez y nueve la palabra hombre, doce la palabra heterogeneidad y dos la palabra esperanza. Cuando terminó la clase, Copete y yo nos acercamos a su escritorio y le dijimos que habíamos seguido su consejo, nos miró de forma extraña, y puso un gesto como dándonos a entender que no entendía a lo que nos referíamos, Copete le contó que para efectos de socialización habíamos organizado una reunión en su departamento, y que con ello buscábamos lanzar las cuerdas de la confianza con nuestros congéneres. El profesor sonrió por aquello que había señalado Copete y dijo que aquello sería una experiencia que nos ayudaría a clasificarnos, cuando dijo aquello me sentí algo así como un mono que busca a su familia. Tanto a Copete como a mí nos llamó la atención aquello de que dicha reunión nos ayudaría a clasificarnos. El profesor atendiendo a su profesión de catedrático contratado a tiempo completo por la universidad fue más directo y dijo que todas las personas se clasifican de acuerdo a sus gustos, preferencias, intereses y hasta vicios. Inmediatamente hizo lo que siempre hacía con sus alumnos al terminar una conversación personal, recomendar libros que no sé si Copete los buscaba, lo que es yo, los tenía todos. Lo que no entendía era cómo después aquellos libros aparecían en la casa de él.
Esperando la siguiente hora de clases nos fumamos unos cigarrillos por los pasillos, frente al salón, nos tocaba Lengua Castellana con un profesor que se parecía mucho a Scarmeta, el autor de El cartero de Neruda, un libro muy bueno que fue adaptado al cine con más éxito aún. Sentados en los pasillos comenzamos a observar a los demás alumnos que al igual que nosotros cursaban estudios generales, a lo lejos, un muchacho que no aparentaba su edad tenía una aureola de tabaco que daba la apariencia de estarlo protegiendo. Mira, me dijo Copete e hizo un gesto con las cejas para que advirtiese la extraña presencia de aquel monigote, un libro color verdoso era lo único que sujetaba entre sus manos, unos lentes oscuros le daban un aspecto de seriedad que inspiraba respeto.
Recuerdas lo que te dije del grupo, me preguntó Copete.
Sí, respondí.
Él es el tercer integrante. Vamos a invitarlo al Café Trilce.
Y si nos manda a rodar, le dije a Copete mientras nos dirigíamos hacia él.
¿Si nos manda a rodar? Copete no había pensado en esa reacción.
Sí, ¿qué hacemos si nos manda a rodar? Insistí.
Lo mandamos a la conchasumadre, respondió, y seguimos caminando en línea recta.
Mejor proponle lo de la reunión en el departamento, por precaución.
No jodas, E. Todo está controlado, me dijo.
Cuando llegamos hasta el extremo del pasillo y nos paramos frente a él, tapándole la poca luz que llegaba en esa mañana gris, el muchacho se paró de su ubicación como si extendiese unas inimaginables alas de cuervo.
¿Qué sucede? Preguntó, me tapas la luz.
Copete oyó su voz. Me miró con seguridad y dijo.
El sábado hay una reunión en mi casa, queremos saber si te gustaría ir.
El muchacho nos lanzó una sonrisa irónica a modo de respuesta.
Qué dices ¿vas?, insistió Copete.
No me agradan las fiestas, ni la muchedumbre, sentenció. Y háganse a un lado que no me dejan leer.
Y cuando Copete estaba a punto de empujarlo, le hice la segunda oferta.
Entonces acompáñanos por un trago al café Trilce, ¿lo conoces?
El muchacho me volvió a mirar y esta vez lanzó una sonrisa que nosotros interpretamos como un gesto de aceptación.
¿Un café llamado Trilce en el Centro de Lima?
Nadie de la universidad sabe dónde queda, sólo nosotros.
Entonces como una inmensa roca que se mueve de su lugar, Ludo, se puso de pie, se acomodo los cabellos que cubrían su rostro, nos acompañó al Trilce y se convirtió en el tercer integrante de un grupo que aún carecía de nombre.
Cuando llegamos al café, fue como si Ludo hubiera llegado al espacio que había estado buscando todos estos primeros meses de universidad. Inmediatamente pidió su respectivo café y al igual que Copete y yo no le cabía la idea que un lugar así existiera. Eso estaba bien para los años cincuenta, épocas en donde un café era parte de ese romanticismo que los nuevos limeños parecían haber perdido hoy por hoy, y es que un café suponía en esencia Lima, y aunque nosotros no habíamos vivido aquellas épocas siempre la sentimos como nuestras gracias a la magia de la literatura que nos ayudó a salir de nuestros propios infiernos, que nos permitió conocer el color de nuestras almas juveniles.
Ludo entró en confianza paulatinamente.
Hablar de libros fue sin duda romper el hielo.
Copete y yo veíamos acertadas sus intervenciones. Desde el primer momento pensamos que no se trataba de un estudiante más de generales, había en él una pasión en cada palabra que pronunciaba, y era capaz de hablar de libros, de mujeres, de gente marginal, de música y de cine. Precisamente de ello se habló aquella tarde, y cuando después de casi más de cinco horas cambiamos el café por las cervezas, Copete empezó a contarle la finalidad que tenía la reunión del día sábado, Ludo entendió entonces los pormenores de dicha reunión y terminó aceptando la invitación con más convicción que compromiso.

La universidad por aquellos meses empezaba a exigirnos de una manera extrema, así que aquella reunión que Copete había planificado en su casa era algo así como un escape para los que paraban pendientes de los cursos, no para nosotros que por lo general parábamos entre bares, bulines y cafés.
La reunión empezó con una hora de retraso, Copete no había asistido a clases así que me llamó para ver qué habíamos hecho durante la mañana, nada del otro mundo, fuimos al laboratorio, fue lo que le dije por celular, Copete se burló de mí, y me dijo que había sido una buena decisión no salir y quedarse para limpiar el departamento, ya está casi todo para la fiesta, dijo.
Como las llamadas también se las agenciaban sus padres hablamos alrededor de una hora. Me preguntó por Ludo, y le dije que habíamos ido, después de la clase de Lengua Castellana, por Amazonas a buscar libros, antes habíamos estado en Quilca, y por la mañana, pasamos a visitar Trilce donde nos tomamos un jugo de papaya que ante nuestra insistencia el dueño del café no quiso cobrarnos aludiendo que empezar la mañana sin cobrar el primer pedido era una cuestión de suerte.
Conchudos de mierda, dijo Copete y se rió.
Caridad es caridad, le dije.
¿Les has hecho recordar a los muchachos del salón de la reunión? Preguntó, Copete.
Todos lo saben. Hasta Castillo.
¿Quién es Castillo?
El profesor de antropología. Ha dicho a modo de broma que esa reunión no tiene pierde.
Ese pendejo, dijo Copete, lo que pasa es que él me ha contado que cuando era estudiante sus fiestas eran una perdición, oían a Pink Floyd y las parejitas se ponían como loquitas. Fumaban yerba y se iban al estadio de la universidad a tirar como locos. Por cierto, estarán llevando sus capuchones ¿no? No quiero padres con cara de cojudos a tan temprana edad, todavía me quiero divertir lo que me queda de universidad.
Pero, Copete, no necesariamente…
Ya vas a empezar con tus mariconadas, E. Mira pásame al grone Ludo que el tiene más cara de pinga loca que tú y yo juntos, te veo en la noche, or vua.
Le pasé el teléfono a Ludo quien con voz triste respondió que no sabía si iría. Le contó brevemente que la chica que le interesaba no entraba a ese tipo de reuniones. Copete, le dijo que no era momento de anular nada y que vaya nomás, él se encargaría de convencer a esa tal Irmita que vaya al departamento, pero eso de cancelar presencia no se lo permitiría.
Bueno pásame a E.
Cuando hablé con Copete, aprovechó en pedirme prestado un dinero, exactamente me pidió que pasase por algún centro comercial y comprase algunos piqueos para que les bajase la cerveza a los invitados cuando estuviesen choborras.
¿Cuántas personas irán? Pregunté.
Treinta y dos, dijo Copete.
Eso va a termina en una mènage a tròis.
¿Qué mierda es eso?– dijo Copete-
¿No que estudiaste en la Alianza Francesa, genio?
No lo terminé, E, me botaron por meterle la mano a una profesora, ¿qué es eso de mènage no se cuántos?
Una orgía, Copete, y de las buenas. De pasada te llevo a Sade, creo que te gustará.