04 febrero, 2009

The devil and Daniel Johnston


En estos días de mudanza que me trajeron como consecuencia no tener ni internet, ni teléfono y apenas con Cable (¡vaya consuelo!) pude encontrar en HBO una película documental, bastante interesante, titulada El diablo y Daniel Johnston. Invito a aquellas personas que reniegan aún diciendo que es casi imposible encontrar buenas películas en el cable a que vean esta interesante muestra de uno de los genios de la música norteamericana. Es cierto por otra parte que a veces realmente es mejor tener la televisión apagada, como suelo hacerlo yo, por ejemplo, y prenderla sólo cada vez que se regresa de Polvos Azules del puesto del Chino Miguel con una caja de películas para envidia de muchos y vanidad propia. Sin embargo, pido paciencia a quienes están a punto de romper sus televisores y le den una oportunidad a este interesante documental y a este nuevo espacio en mi bloc al que por principios he titulado Nos gusta el cine aunque odiamos la canchita y que tendrá como único fin ver mejores películas que por cuestión de tiempo se le pasa a ese señor calvo del canal 6. En fin, si te gusta la buena música, nunca supiste por qué Kurt Cobain llevaba un polo con el título de Hi, how are you?, te agradan los genios musicales, los artistas condenados a su propio infierno, no dejes de ver este documental.

Seven pounds de Gabriele Muccino




Para el tío Micky, el Británico´s boy

¿Qué sucede cuando eso que llamamos conciencia nos perturba, nos impide dormir tranquilos y nos lleva a tomar soluciones rápidas y efectivas para poder estar mejor con nosotros mismos?
Ben thomas (Will Smith) es un hombre que se muestra desde el arranque en un estado crítico, anunciándole a la teleoperadora del 911 que está por cometerse un suicidio en el departamento que ocupa y que, lo peor de todo, la víctima es él.
Ese inicio es el que Gabriele Muccino marca para desenvolver la trama de Seven pounds (Siete libras y no Siete almas) y que a medida avanza podemos entender por los fragmentarios sucesos que aparecen y desaparecen cada vez que Ben intenta dormir. Sucesos oníricos importantes y claves para poder completar la historia.
Antes de ver a ese amable Ben Thomas que protege a una anciana que sufre maltratos en un hospital de cuestionables métodos curativos, podemos ver una escena en donde se muestra al mismo Will Smith mostrando todo ese talento que ha ido madurando con el correr de los años y que, sin duda alguna, lo está perfilando a ser ese gran actor que todos esperamos de él a futuro. En dicha escena se le nota frívolo, satírico y totalmente deshumanizado, renegando de su condición y ofendiendo a un teleoperador invidente de nombre Ezra (Woddy Harrelson) para luego tener un cambio filantrópico radical.
¿Qué es aquello que lo lleva a ser otro Ben Thomas? ¿qué lo empuja a ser menos material, menos superfluo y menos engreído? ¿qué pesa sobre su conciencia? son preguntas que capturan la atención del espectador en Seven pounds. Dicho cambio además lo motiva a tomar la determinación de ayudar a personas desahuciadas por un mundo que ha bajado los brazos y ha olvidado buscar soluciones reales para personas reales.
En esa lista aparecerá entonces Emily (Rosario Dawson) una muchacha delgada que sufre de problemas cardíacos y que es acompañada por Duke, un grandanés que en complicidad con Ben le dan ese matiz travieso y medio gracioso sin perder el punto central de la trama. A esta larga lista se le unirán otros personas que Ben Thomas irá ayudando al mismo tiempo que frecuenta a Emily de quien termina enamorándose. A esas altura podemos ya conocer el pasado de Ben y sólo así podemos entender su tragedia.
El tratamiento del tema que propone Seven pounds es interesante mientras Ben Thomas aparece en pantalla. Todo lo que sigue en ese mismo orden es redundante e innecesario como si Gabriele Muccino en lugar de coronar con una cereza el helado que ha ido construyendo con marcados esfuerzos se le ocurriera aumentarle más elementos. Intentar cruzar personajes en la parte final no le suma más dramatismo a una historia que de por sí muestra el drama desde el inicio. Muccino deja escapar con ese final algún premio en los siguientes Oscar (aunque con la Academia nunca se sabe) pero de seguro su último film ganará más de una lágrima en las salas de cine y algún despistado dirá a voz en cuello que sin llanto no hay drama, y sin pañuelo no hay buena película, casi como esa vieja frase que reza algo así como sin Pop Corn no hay cine.

Huancayo City (*)



10:05pm
La muchacha vestida de un color un poco llamativo se llama Flor. Ella también espera que el ómnibus se llene para poder partir. Mi temor ha vencido mi timidez y me ha contado que trabaja en el ómnibus aunque no me ha querido decir de qué.
Gente que no conozco aparece por el pasillo azul. Niños que venden gaseosas de todas las marcas calientan las bebidas con sus manitas pequeñas y sudorosas.
Una Coca Cola me refresca la garganta.
Viajo en la parte central del ómnibus frente a mí un televisor proyecta una vieja película de mafiosos.
Flor me inspira confianza. Me ha dicho que todo es ‘normal’. Que suban vendedores, que no compre el boleto en una oficina del terminal sino directamente al muchacho de bividí maltrecho y ajado que la mira a ella cada vez que pasa por su lado con cierta complicidad.
–Pasillo o ventana –repite una y otra vez la muchacha (¿terramosa?) que cuenta las cabezas de los viajantes como si fueran ganado. Cada espacio tiene un precio. La miro atentamente. Alza la mano derecha. Cuenta en silencio y mueve los labios. Su objetivo es que los asientos tengan su respectivo pasajero. Logro oír ‘veinticuatro’.
El motor del carro ronronea.
Una muchacha de enormes argollas suspendidas en las orejas me pregunta por mi nombre. Lo ha hecho con todas las otras personas. ¿Por seguridad acaso?
–¿A dónde se dirige? Me pregunta y logro notar que masca chicle desganadamente.
Aparece un nudo en mi garganta.
–A Huancayo... –respondo y en mi cabeza retumba una y otra vez el nombre de aquella ciudad.

10:30pm
A Flor parece interesarle mucho las películas de carros desbordándose por carreteras mal construidas. Para ser la primera vez que salgo de la gris ciudad no es tan alentador ver como Matt Damion rueda por un abismo.
Un hombre de rostro prieto ha elegido ventana, está hacia mi derecha, poco parece importarle el paisaje que a estas alturas sigue siendo cemento, brea y más cemento. Me gana la curiosidad. Inspecciono esta ciudad de la cual me alejo minuto a minuto. Grifos, hostales, anuncios de maquinaria pesada. Tímidos y polvorientos letreros de mariachis. Joselito. La musa de México. El charro loco.
Miro de refilón a mi compañero de asiento.
Es más que seguro que no me hablará ni me dirá nada amable para que el viaje sea ameno y corto. Lo he descubierto mirando (el también de refilón) mi libreta que va llenándose de palabras que no creo pueda él llegar a descifrar.

10:45pm
Mis sospechas se tiñen de certeza. Flor y el muchacho de bividí desastroso tienen algo en común. Aunque él la mira con más amor a ella que ella a él.
Le han pedido sus datos. No ha dado sus nombres completos a la muchacha que nuevamente ha pasado por el pasillo azul y le ha exigido su DNI.
–El chico del primer piso ya sabe –ha dicho con seguridad.
Han transcurrido veinticuatro minutos.
La televisión y la película ha logrado capturar toda la atención de mi compañero de asiento que mientras festeja la inteligencia de los detectives holiwodenses sorbe de pico su botellita con agua de dudosa procedencia. No tiene etiqueta. La tapa es color naranja. Es agua mineral. ¿Una nueva marca?
Cruzamos miradas en este mi afán por ver la ciudad y ver que dejo atrás, de qué me alejo. Saco mi botella helada de Coca Cola y el sonido parece perturbar su atención. A lo lejos el muchacho de bividí se detiene asiento por asiento. Lleva una frazada en el hombro diestro, un lapicero Faber Castell 038 que apoya sobre una tablita mientras escribe. Cobra y a cambio te entrega un recibo. Desde lejos contempla a Flor que ha recogido sus sonrisas y se dispone ahora a dormir como seguramente lo han de estar haciendo las personas que dejo atrás y que son parte de mi pequeña felicidad.

11:04pm
Un cocker llamado Mateo se ha delatado con su travieso ladrido.
Desde mi ubicación todo lo que puede verse es oscuridad. Los cerros aparecen inundados de postes amarillos como si fueran luciérnagas.

12:09pm
Me ha caído muy bien la primera y única parada.
Puestos atiborrados de dulces y pollos broster abundan en los quioskos. He bajado para ir al baño, nada del otro mundo. Creo que he bajado en realidad para ver quienes están merodeando a esas alturas de la noche. Guachimanes. Viajantes como yo. Gente ensimismada en sus propias necesidades.
Compro otra Coca Cola y un paquete de Soda. Es suficiente.
Me he antojado de un pan con pollo, pero luego de ver la lechuga con bordes medio negruzcos se me han ido las ganas.
A estas horas todos duermen en el ómnibus.
El calor dentro del mismo empieza a impacientarme. El encargado de avisar que el carro parará sólo por 10 minutos ha desaparecido. Es un hombre de cabello plateado y gestos rudos. Medio pequeñito, casi deforme. Mencionó aquella frase casi como una advertencia.
Flor se ha ido al primer piso del ómnibus. ¿A encontrarse con aquel Jean Valjean de bividí rotoso?



12:20am
Han apagado la luz. Escribo al tanteo.
Sombras aparecen reflejadas dentro del ómnibus.
Siento miedo.

12:30 am
A la distancia y en medio de la oscuridad Mateo no se ha salvado. Le están cobrando pasaje a su dueña por su particular compañía canina.
Discuten.
La gente que duerme se queja. Si son solo perritos, dice una voz que no logro reconocer de donde proviene. Estoy apunto de corregir a aquella voz. Son cuatro perritos cocker. Desisto de mi idea. Miro la oscuridad que aparece en mi ventana. Mi compañero de asiento duerme. No ronca, felizmente.

5:30 am
Estoy en Jauja. Dentro de media hora llegaré a mi destino. Mientras tanto no puedo dejar de apreciar este hermoso amanecer. En el cielo una enorme mancha pardusca está sobre una delicada pincelada celeste. Pienso inconscientemente en la novela “País de Jauja” de Eloy Jáuregui.
Miro el cielo y pienso en un cuadro de Kandisky "Autum in Bavaria".

5:40 am
Jauja es un pueblito de techos rojizos y paredes de quincha. Enormes bosques rodean el perímetro. Parecen las campiñas de las que Sthendal describe en “Rojo y negro”.
La gente madruga y asoma por sus ventanas mirando nuestro ómnibus con curiosidad y cierta desconfianza.
Hace frío. Lima es melancólica, triste y gris en comparación a este lugar.

11:30am
Acabo de terminar de dictar. La acogida fue muy positiva. Ahora tomo un desayuno poco huancaino. Arroz a la cubana con una Coca Cola (¿cuántas me he tomado hasta ahora?).
Cuando llegué al terminal hacia un frío terrible, felizmente llevé guantes, realmente nunca antes había sentido algo parecido. En la terminal no se aparecían ni Walter ni Juan. Empezaba a inquietarme. ¿retornar a Lima? Ni loco. Estuve llamando tantas veces como pude para que al último Juan me dijera que se había quedado dormido. A través del auricular me dio algunas indicaciones, tal y cual me lo indicó tomé un taxi hasta El Centro. La Plaza Constitución. En el camino el taxista fue muy amable. Le comenté que era la primera vez que venía a esta ciudad.
Se empeñó en mostrarse amigable. Me indicaba el nombre de las calles, los lugares más concurridos por las noches. Me bajé luego de 15 minutos como me lo indicó Juan en la Plaza Constitución. Lo esperé alrededor de diez minutos. Apareció por fin con una sonrisa de oreja a oreja. Planeamos ir a tomar desayuno pero por estar esperando a la secretaria una tal Lupe que poca gracia me hace (me indicó al finalizar la clase cómo debía vestirme para dictar. ¡Joder!, que aprenda a llegar temprano primero).
Así con las tripas sonándome empecé la clase. Me remonté hasta los griegos (¡cómo me agradan!).
Los muchachos muy educados.
Muestran cierta timidez.
Me miran con cierto miedo.
Empiezo a explicar.
Sonríen.

11:45 am
Ahora estoy en la encrucijada si quedarme o no en Huancayo. No me ha hecho mucha gracia viajar de noche. Es como si el ómnibus penetrara la oscuridad con un ímpetu terrible. De quedarme dormiría un poco. Caminaría por la ciudad de noche. Partiría a las 5 de la mañana para llegar a Lima al medio día.
Llamo a casa una y otra vez. Nadie contesta.

12:30 pm
He caminado por el Centro de Huancayo. Tiendas coloridas se abren paso frente a mis ojos. A lo lejos noto un Plaza Vea y me causa sorpresa.
Ventas de computadoras personales. Miro la tienda y recuerdo que debo conectarme a Internet para enviar mails.
Reviso mi bloc.
Me he cansado de esperar a Juan que termine de dictar. Lo he llamado y le he dicho que iré a almorzar solo por algún lugar de por ahí. Camino por la Calle Real, encuentro a un señor risueño que vende sebada. Me da curiosidad probar aquella bebida. Tengo sed. La última Coca Cola aunque me la vendieron ‘sin helar al tiempo nomás’ a estado más fría casi como un témpano de hielo.
–Un vasito, joven -me pregunta. Bebo y saboreo lentamente ese líquido color marrón claro. Mi garganta empieza a aclararse. Me regala un poco de ‘yapa’ antes de pagarle el vaso. Me sorprendo.
–Aquí sí damos yapa –me dice– para todo tiene que haber yapa, hijo. Para trabajar, para el amor, para las mujeres –afirma aquello y sonríe intentando buscar cierta complicidad en mí. Sonrío. Trato de ser amable.
Increíblemente aquella bebida me ha calmado la resequedad en la garganta. Camino por calles que desconozco. Subo, bajo y vuelvo a subir. Mi nariz empieza a sentir un aire puro que penetra mis pulmones. Me canso. Noto que a mi alrededor la gente camina muy rápido. ¿Fumar? Imposible. La altura empieza a hacer sus efectos en mí.
Decido de una vez por todas almorzar. Esta vez sí tiene que ser un almuerzo típico de la zona, me digo. Camino por la Av. Junín y encuentro una tienda casi vacía. Al fondo una señora y su hija. Leo en el letrero: Caldo de cabeza, Sopa de mondongo. Me acerco donde la señora y le pido una porción de lo primero. Toda mi vida he oído de este famoso caldo y nunca lo he probado. La señora sentada en el centro de sus ollas y que parece ser una baterista de la cocina me sirve mi platillo con unos movimientos de muñeca increíble. Parece malabarista. Un plato generoso como diría Gastón Acurio, está frente a mí. Cogo la cuchara. Soplo y pruebo. Una delicia.
He terminado mi platillo y no he podido evitar las ganas de tomarme una foto con Marcelina. Ella se sorprende. Me lanza una sonrisa media desconfiada y pícara. Para qué pues quieres mi foto, me dice. Iba a decirle que era un recuerdo para mi bloc, pero dudé que supiese de palabras como bloggear, googlear y demás. Es para una trabajo, Marcelina, le digo. Estoy escribiendo una guía gastronómica para mochileros principiantes. No parece captar mi chascarrillo. Su sobrina se llama Jazmín. A ella sí parece atraerle la idea de la foto y sí ha captado mi broma. Le doy mi cámara y le indico como capturar la foto. Prueba con la cámara en mano y la gira en el aire apuntando a la gente que disfruta sus caldos. La señora y su hija que parecen haber acabado sus respectivos platos se tapan el rostro y sonríen. Jazmín también sonríe. La gente en Huancayo es más linda cuando sonríe y no cuando te mira con desconfianza. Deberían poner un letrero en la entrada a Huancayo que diga ‘Se prohíbe estar triste’.

1:30 pm
La foto ha salido preciosa, por Marcelina, claro. Me despido de ella y le prometo que la próxima semana que regrese volveré a su puesto a probar la sopa de mondongo o lo que ella esté dispuesta a venderme.

1:40 pm
Camino lentamente. Pensaba comer chicharrones pero con lo que he almorzado donde Marcelina estoy ahíto. Busco ahora el Mercado Modelo. Pregunto a un señor en bicicleta si lo conoce. Hace no con la cabeza. Le digo a una señora que vende helados. Cierra los ojos como intentando recordar la dirección del Mercado. No, no me acuerdo, joven, me dice. Le pregunto ahora a una señora que vende muña y demás hierbas. De frente, me dice. Por la iglesia. Le hago caso y cruzo tiendas donde venden comida. Pase casero, me dicen amables señoritas. Sigo mi ruta.



2:10 pm
Adquiero lo que estaba buscando en el Mercado Modelo.
Tomo un taxi rumbo al terminal. Me despido de Juan desde el taxi a través de mi celular que ya indica tener la batería baja.
En el terminal dos ómnibus están por salir. Dos y media, grita un hombre flaco y arrugado, salimos dos y media. Agita sus manos en el aire intentando capturar la atención de los que se dirigen a Lima.
Mire el bus antes de comprar su boleto, dice.
Mete miedo.
Eso me asusta un poco. Me tomo unos minutos. La gente está media temerosa. ¿Será seguro? Se preguntan unos a otros mirándose preocupados. Miro el ómnibus no sé por qué lo hago cuando debería preguntar si tienen dos choferes, por ejemplo, pero esa es mi única reacción.
Llamo a Juan y le pregunto por la seguridad de esa línea.
–Toma otro mejor–me dice– No está por ahí uno que se llama Apocalipsis.
Me río, pensando en que me está jugando una broma.
–¿Existe esa línea?
– Por supuesto...
– Claro y en vez de choferes hay 7 bestias aladas que manejan ¿no?

3:00 pm
No voy a viajar en Apocalipsis ni que estuviera loco.
Pago un nuevo sol por no sé qué. Muestro el ticket y me dejan pasar. Subo al ómnibus. Casi la misma ubicación.
De regreso a Lima veo como el paisaje va cambiando poco a poco. La Sierra tiene un encanto maravilloso. La bajada a Lima a sido al menos más consciente. He podido ver los lugares que por la noche no pude ver. Curvas malditas. Una y otra. Se repiten. No me dejan estar tranquilo. La gente vuelve a dormir. No puedo conciliar el sueño. Hay unos movimientos extraños que no podrían tener a nadie tranquilo.


8:00 pm
Estoy en Ticlio. Veo una especie de monumento en forma de casco de minero. Un extraño dolor aparece en mi oído. ¿Les gustarán los helados a los mineros de Ticlio?

9:00 pm
Mi broma ha tomado represalia contra mí. Un dolor insoportable en el tímpano. Un señor detrás señala los nombres de los lugares que vamos pasando. Sabe mucho de geografía. Dice que ha sido minero. Felizmente que no comenté aquello de los helados en voz alta. El dolor. Nuevamente el dolor.

10: 20 pm
He dejado de escribir por este insoportable dolor de oído. Es como si alguien te pateara el tímpano por dentro ¿será una patada de minero resentido?

10: 41pm
Lima.
La terminal.
Mi dolor.
Bajo rápidamente cogiendo mi oído que en cualquier momento parece querer explotar. Tomo un taxi. Mi casa me espera. Mi nueva casa me espera. Llego muerto. Duermo. Mañana ordenar mis cosas en mi nuevo hogar.
Mi dolor, otra vez.
Sueño que estoy en Ticlio.

(*)pido disculpas por la demora, por fin llegaron los señores de la telefónica y ya tengo internet. Cosas de mudanzas.