"...Uno escribe para quitarse el veneno que ha acumulado debido a su falso modo de vida, intentando recapturar su inocencia, pero lo único que logra es inocular el mundo con el virus de su desilusión. Nadie pondría una sola palabra en papel si tuviera el valor necesario para vivir aquello en lo que creía..." (Henry Miller)
15 marzo, 2010
Èpocas de radio
La primera semana que estuve de reportero en Radio San Borja ni yo mismo sabía que diablos hacía en aquella sala de redacción, rodeado de personas mucho mayores que yo y que fumaban y leían los diarios del día con una concentración imperturbable. Nunca en mi vida ingresé a una facultad de periodismo y lo único que sabía era que para ser periodista no necesitaba hacer tamaño esfuerzo. Había tenido en un tiempo no muy lejano una sabrosa experiencia ligada al periodismo escrito, un pequeño espacio en un diario donde colaboré a cuentagotas y donde por primera vez me pagaron por escribir algo que no sean cartitas de amor, que era como solía costearme el recreo desde que ingresé a la secundaria hasta que la terminé. Ñan! Y claro, con hartos pancitos con pollo y Coca Colas bien helena, ¡pa’ que más, chibolo!
Pero esto era totalmente nuevo para mí, levantarse temprano, llegar a la radio, saludar a los coleguitas y chapar el micrófono más pintón para –ipso facto– leer en la pizarrita blanca la ruta del día, la co-misión que habría de costar sangre, sudor y lágrimas para que el jefe al finalizar el día me diga un fuck “bien hecho, hijo” ¿bien hecho? ¿hijo? Y yo dentro de mí pensando gordo maricón, si supieras todo lo que tuve que hacer para que el micrófono de la radio salga al ladito de los de la tele, en fin, aquello fue lo primero que aprendí en San Borja, el micrófono no sirve para nada, hijo, me dijo una vez, sólo para ganar publicidad a través de la televisión, para que los demás sepan que existimos en este mar de posibilidades de la información, ahora que si te interesa usarlo para fines personales e íntimos me lo traes lavadito nomás. (Je, je, que ingeniosito el gordito que da ordenes desde su despacho como loco y mira los culos de las practicantes que lo chotean por doquier, ¡cabrón!)
Si algo he de olvidar en mi lecho de muerte antes de subirme al botecillo de Aqueronte para que me haga una carrerita sin regreso téngalo por seguro que será todo menos aquella primera semana de práctica en donde empezamos unas cinco o seis puntas y terminamos reduciéndonos a dos, Jack y yo, quienes contentos de haber pasado aquella primera semana reventamos nuestro primer sueldo en cervezas, confiados en que las cosas nos irían mejor de lo que nos estaba yendo a cada uno de nosotros en sus respectivos cargos. Jack, era la voz, el locutor de voz sensualona que no chapaba ni un resfrío en la radio por más que el se mataba intentando seducir a una gordita de cierta gracia y que disimulaba sus kilitos de secretaria dedicada a teclear informes con ese tamaño tan caballuno que le hacía honor a su chaplìn puesto por algún faltoso: “La camión”.
Yo era el nuevo reportero de San Borja, el huevoncito que se apareció una mañana en la radio a las 9 a eme y faltó al trabajo sólo para ver de qué trataba aquel chiste, había recibido un mail en donde el mismo director del programa me invitaba a una entrevista personal. No lo dudé dos veces y dejé de ir a mi trabajo para presentarme a un oficio del que lo único que sabía era que quizá, a lo mejor, si tenía suerte, la podía hacer. Aparecí como de costumbre temprano, no tanto por querer ser puntual o patero sino que cuando vives tan lejos como yo terminas tomando tus precauciones y las que yo suelo tomar siempre exceden a una o hasta dos horas antes de la cita pactada, antes de ingresar a la radio hice hora leyendo los diarios que colgados como trapitos sucios en el quiosco de Aviación se bandereaban con pana y elegancia.
Cuando ingresé había tantos postulantes que no terminé por mirarlos a todos. Bien peinaditos y engominados, con sus trajecitos impecables miraban sus relojes de marca con autosuficiencia y esbozaban el gesto más Charly posible, la salita de estar donde fueron apareciendo uno a uno se fue colmando hasta que no hubo espacio para nadie, entonces el aburrimiento rompió el hielo entre los desconocidos y triviales preguntas de corte ¿en qué universidad estudiaste, flaca? O ¿es tu primera vez, amigo? Empezaron a flotar por doquier. Personalmente no me interesaba conversar con nadie dado que mi único fin era avanzar unas hojitas más del libro que estaba leyendo, oír mi nombre en los labios de “La camión” y dar mi primera entrevista y, qué chucha pues, me dije, si el jefe me empieza a hablar de cosas puntuales acerca del periodismo empiezo haciéndole recordar que Gabito, se convirtió en periodista el día que entró a un diario y le dijo al dueño de aquel circo.
–Oiga, yo quiero trabajar aquí.
–Y de qué
–Quiero escribir
–¿Usted sabe escribir?
–Pues claro
–Entonces deme algo que haya escrito y si está bien arranca el lunes.
Ese era el tipo de entrevista que anhelaba, sentado, esperando que “La camión” moviera esas enormes nalgas, se acercara y pronunciara mis apellidos para terminar con esta agonía que ya llevaba horas sobre mi pecho y que disimulé a la perfección gracias a aquel librito que tranquilizaba mi inquieta alma. De pronto sucedió el milagro.
–¡Reyne!... ¡Reyner!... ¡Reymer! ¿está o no está?
Otra vez la misma cantaleta, la metamorfosis de mi apellido maltratado por una vieja gordinflona y miope que no leyó bien las tan claras letras del mismo, no pedía mucho, no había dicho el tan difícil Wendell, peruanizado a más no poder, no le pedía que pronunciara el Wendell como solía pedirlo mi abuela en la cabina de los bancos antes de cobrar su pensión de jubilada, maltratada, burlada, olvidada, ignorada, etc, sólo pedía una pizca de concentración caracho, ¿era tanto pedir?
–Reyme, señorita
–Lo siento, pase por aquí y siéntese, por favor.
La oficina era literalmente una mierda, computadoras cabezonas parecían formar cual militares sobre mesas alineadas a la perfección, a esas horas de la mañana, ningún parroquiano tecleaba su carilla del día ni se percibía esa aureola a tabaco barato que dominaba la atmosfera al mediodía. Sentado y con la concha más grande que jamás creí tener esperé la entrevista con cierta confianza. Minutos después apareció un hombre que más parecía un personaje de Botero, pícnico como él sólo, me saludó con una voz media aflautada.
–Buenos días, me llamo Rodolfo, tú, eres…
–Eduardo
–Mucho gusto Eduardo
–Bueno te hemos citado porque estamos buscando practicantes con miras a trabajar en nuestro equipo a futuro, buscamos un locutor y dos reporteros, tú, ¿has hecho locución o has reporteado alguna vez?
(¡La cagada!, pensé yo, qué le digo, 1, 2, 3 segundos, sé honesto carajo, si te manda a la mierda te paras y te quitas con la misma conchudez con la que has entrado, desubicado)
–No, pero trabajé en un diario escribiendo en la sección cultural y he colaborado con algunas revistas.
–Perfecto, Eduardo.
(¿Perfecto? Aguanta tu coche, acaso dijo perfecto, qué no me va a pedir el nombre del diario, no me preguntará cuánto tiempo estuve ahí, por qué salí, qué busco con el periodismo, si quiero la paz mundial o si me agradan los gatos)
–Y sabes redactar bien
–A la perfección, mire aquí tengo mi libr…
–Perfecto, Eduardo,
(Aguanta, ¿otra vez dijo perfecto? ¡no jodas!)
–Lo último que quiero señalarte es que la propina de un practicante es de 200 Nuevos Soles, si pasas la semana de práctica se te cambia el sueldo considerablemente. Además conforme vayas demostrando talento harás despachos en vivo y si vemos cualidades podrás acompañarnos en la cabina una vez a la semana. Ahora sí, ¿estás de acuerdo? ¿alguna objeción?
(esto debe de ser una joda, no puede estar pasándome a mí)
–No, ninguna.
(Claro que ninguna, no había entrado para hacer dinero y menos para llenarme los bolsillos, había entrado por el simple hecho de aprender In Situ, había entrado porque algún día escribiría aquella experiencia y la contaría y a lo mejor me animaba a publicarla ante la insistencia de algún amigo que me animó cuando le conté que había conversado con el Lord de la literatura peruana con el Obi Wan Kenobi de los escritores, el mismísimo Vargas Llosa, una de esas mañanas que jamás he de olvidar, Aqueronte, I promise you!)
–Entonces empiezas el lunes, Eduardo, bienvenido a Radio San Borja.
(Ni al mismo Gabito le pasó esto, a él le pidieron un texto escrito a mí me sacaron al ojo, barbita crecida, lentecitos perfectos, buen hablar, serenidad, tranquilidad, pinta de que escribe a leguas, pinta de talentoso ¡uff! como cancha y encima se aparece a las entrevistas con libro bajo el brazo, ¡ah no!, este es, esta debe ser la persona que estamos buscando, mi sucesor, mi padawan, el que hará el trabajo sucio sin más ni más, yo nunca me equivoco, firma, tu jefecito.)
Todo el camino rumbo a casa intenté repasar lo que había sucedido en aquella oficina, desde mi llegada exageradamente londinense hasta cuando me dijeron aquello de bienvenido. No salía de mi pequeña turbación, necesitaba hablar con alguien para que terminase creyéndome todo aquello que yo no era capaz de aceptar. No era The New Yorker aquel trabajo tampoco, pero para alguien que jamás en su vida había trabajado en ese mundo la sorpresa terminó convirtiéndose con el pasar de las horas y después de hablar con Javi, en inseguridad.
–Aló, Javi, acabo de salir de la radio.
–¿Cuál ah? ¿qué radio? Me has despertado, pendejo.
–En San Borja pues y a que no sabes…
–Qué es lo que no sé.
–Me lo han dado, tío, empiezo el lunes, me han dicho que haré carillas, despachos y entraré a cabina una vez a la semana.
–Ah ya, ¿y sabes como carajo se hace eso?
–¿Qué?
–Una carilla, un despacho. Lo de la cabina suena más fácil, me imagino que te meten donde supongo hablan los conductores hasta por el culo ¿no? eso es probable que te salga bien.
(entonces por primera vez en aquella mañana me asusté)
–Nada, huevas, no tengo ni una puñetera idea de cómo se hace una carilla o un despacho.
–ja ja ja. No se equivocaron contigo, genio, ahora que te manden en vivo tienes dos alternativas o investigas qué haces para no hacer el ridículo o dejas el trabajo y te olvidas de tu nueva aventura.
Javi tenía razón, antes de colgar y despedirme decidí leer algo en internet acerca de los despachos y las carillas, pero para mi mala o buena suerte recordé aquella frase inmortal de la novela “Tinta roja” de Fuguet que apareció nítida, escarchada, subrayada y resaltada en mi memoria de elefante, “El periodismo como la prostitución se aprende en la calle”, entonces dejé mis vanas investigaciones teóricas y después de repetir aquella frasecita que fue algo así como una pastillita para mi alicaída moral estaba más decidido que nunca. Si me había metido a este oficio aprendería como las putas aprenden a prostituirse, equivocándose.
Esa primera semana fue desastrosa, pero como todo tenía mis pros y mis contras. Veamos. Pro, llega temprano; contra, no sabe ¡por dios! Qué es una maldita carilla. Pro, no ha estudiado periodismo pero tiene más conchudez que los mismos alumnos de las universidades fichas; contra, no sabe mandar un simple despacho. Pro, tiene deseos de aprender; contra, no se ubica con rapidez por Lima, se demora mucho en llegar al lugar de los hechos. Etc etc.
Era el primer enterado que de seguir así no pasaría esa primera semana, así que decidí hacer que esa semana fuera la del aprendizaje, si la siguiente no había corregido las sugerencias que me hacían me tiraría a la mismísima Javier Prado por cojudo y por no aprender algo que en teoría se veía tan simple. Llegaba a mi casa más que enojado conmigo mismo, no era capaz de agradarle a quien me estaba evaluando aquella semana, un tipo que para serles franco nunca le vi cara. En la radio me entregaron un celular con línea abierta con el cual no pude evitar la tentación de marcar el nombre de algún amigo y decirle que lo llamaba desde la radio porque ahora era reportero de San Borja, manyas. Al día siguiente el hombre de la voz extraña al que llamaba para reportar mi ubicación y leerle mi despacho del día me preguntó si había llamado a otra persona aparte de los únicos números que podía llamar, por supuesto que negué cualquier indicio de acusación.
El hombre de la voz extraña se llamaba Abraham, nuestros diálogos eran más o menos así:
–Alò, Abraham.
–Hola, Eduardo, dónde estás ahora, cuéntame.
–Estoy en la Maison de San té, a la espera de que Fleitas sea trasladado al primer piso para su segunda operación.
–Muy bien, y ya tienes tu despacho.
–Sí, aquí lo tengo, te lo leo
–A ver, a la voz de tres ¿ok? Recuerda que tienes 1 minuto. ¿listo? 1, 2 y 3 ¡vamos!
–Hola, amigos, me llamo Eduardo Reyme y soy reportero de radio San Borja…
–¡Que mierda haces, Eduardo! A quién carajo le importa quien eres, cuál es la noticia, no me dices nada, esto es radio, hijo, imaginación, nadie te está viendo, podrías estar haciéndote una paja y a nadie de los que te están oyendo les interesa, ellos sólo quieren saber qué vas a informar, tu tono de voz esta bien, pero respeta el orden, no olvides que debes responder preguntas básicas como desde donde informas, qué informas, agregar un cometario y cerrar con “para radio San Borja, Eduardo Reyme”, nada más, mira te llamo en media hora y me lees otra vez tu despacho. Chau.
Fue más que duro al principio, nadie se compadeció de mí y en realidad tampoco quería eso, cada puteada, cada mandada al carajo, alimentaban mis ganas por demostrarle al hombre de la voz extraña que ese despachito no sería un obstáculo. Al día siguiente ya sea desde Palacio de gobierno, el Congreso de la República o el mercado 24 de octubre del Agustino, mandaba mis despachos y los iba puliendo cual orfebre que quiere sacarle brillo a sus joyas, yo era un escriba que podía hacer magia con las palabras y le iba agarrando el hilo a las cosas, llamaba canchero ya, y le decía a Abraham que mi despacho ya estaba listo, él lo oía y me decía que había mejorado mucho. El patito feo empezaba a convertirse en un simpaticón cisne, tenía entendido además que los demás reporteros no habían mostrado en esa segunda semana mejora alguna, había gente o que tenía problemas al pronunciar la “r” o la “s” o ambos problemas a la vez y cada vez que decían Radio San Borja sonaba a una mezcla de radio de España con Rumano, increíblemente atroz. Por último y para el colmo de los colmos había otro muchacho medio tartamudo que se tiraba unos cuatro minutos en cada despacho. Ellos como pueden inferirlo no duraron esa segunda semana en donde después de lanzar mi segundo despacho de práctica Abraham me informó.
–Mañana sales en vivo a la hora del programa, Eduardo
–¿Qué?
–Que mañana sales en vivo a la hora del programa o qué creías que aquí estamos jugando al periodista y yo al profesor.
–Perfecto, Abraham
(chuchetumadre mándame a donde quiera y verás que la hago)
Y el chucha de su madre de Abraham me mandó a un grifo para averiguar si la gasolina había subido, exactamente al grifo que queda en la esquina de la radio. ¡joder! Qué periodista que se respete se va de comisión a la esquina de su radio y lanza un despacho para ver si ha subido la gasolina. No me jodas pues, Abraham, como que a un grifo. Y claro que no le dije esto último y cogí el micrófono y caminé esas dos cuadras para llegar al grifo y hablar con los muchachos que amablemente me dieron la información respectiva para hacer mi primer despacho oficial, mi debut, mi entrada a las ligas mayores del periodismo peruano, ¡en un grifo! ¡conchasumadre! ¡qué cagada!
Cuando llegué a la radio, caminando, Rodolfo me dijo que tenía una buena voz. Jack redactaba las carillas que son las noticias de cada hora que se leía en el microinformativo de la radio y de paso le miraba las tetas a “La camión”, el programa había terminado entonces y yo cual zorro viejo me ponía a leer todos los diarios en medio de esa atmosfera de tabaco que aún hoy, déjenme decirle, extraño. Rodolfo fue tomando aprecio por mí con el correr de los meses, hacía lo que querían ellos, buenos despachos, buena voz, muchas ganas y encima cobraba barato qué más podían pedir. Una mañana Rodolfo se me acercó y me dijo que mandara un despacho desde Palacio de Gobierno, le dije que encantado de la vida, pero cómo haría para llegar hasta Palacio considerando que Palacio quedaba a una hora y media de San Borja y considerando además que faltaban apenas cinco minutos para que el programa Pulso informativo saliese al aire, entonces Rodolfo me miró y dio un bufido de vaca cansada. Invéntate algo, hijo, imagínate que estás en Palacio, ¿ok? Lo quiero en quince minutos. Yo me quedé con la boca abierta hasta el suelo como un dibujito animado pensando y ahora qué mierda hago, pero después de buscar en internet la reunión que se estaba llevando a cabo en Palacio hice lo que me encargó a la perfección, inventé que estaba en Palacio y redacté mi despacho, lo leí, lo imprimí y me paré con tal conchàn en el mismísimo patio de San Borja que cuando empecé a leer mi noticia todos los que pasaban por mi lado sonreían como diciéndome “mira las pendejadas que aprendes de ese gordo mañoso”. No recuerdo que inventé para aquella ocasión, lo único que recuerdo es que Alan García había recibido con mucha animosidad a los representantes de Edelnor y que se estaba discutiendo un proyecto a favor del estado y de los usuarios, hasta el día de hoy, espero que así haya sido por el bien de todos los peruanos que al oír mi despacho se ilusionaron.
Me subieron el sueldo y las latas de café empezaron a llegar en cantidades industriales, entraba a Swiss Hotel, al Marriott y como ya era diciembre la jefa de imagen de estas instituciones tenían la costumbre de regalarle a los pobres periodistas pequeños obsequios, era la gloria para mí, tenía las puertas abiertas de todos los lugares con mi pequeño carnet de prensa que me entregaron en una ceremonia donde me vaciaron una lata de cerveza en la cabeza y que significaba que ya no era un practicante más, era un integrante del equipo, un periodista como siempre quise serlo. Jack y yo estuvimos en aquel compartir que se hizo en la radio y donde nos tomamos casi todo el pisco habido y por haber con un periodista muy conocido y muy borracho con el que hicimos una amistad muy amena y con el que nos tomábamos unas cervecitas cada vez que salíamos de la radio a eso de las diez u once de la noche hora en la que nos daba un aventón a Jack hasta la Avenida Arequipa y a mí hasta el Centro Comercial Arenales. Jack nos contó a ambos mientras viajábamos en el Yaris del año de aquel periodista que se había levantado a “La camión” la semana pasada y que había resultado una enferma de la patada. Oímos su relato en silencio y era como prender una radio y oír una voz media calenturienta que describía una escena sexual sin tabúes, no sé si a nuestro amigo periodista le pasó lo mismo que a mí, pero yo tenía una erección más que bíblica.
Y llego el día.
Como de costumbre llegué temprano a la radio por razones ya señaladas, miré la pizarrita blanca y ahí estaba “MUSEO DE LA MEMORIA: ALAN GARCIA, JAVIER PEREZ DE CUELLAR Y MARIO VARGAS LLOSA” encargado: Eduardo. Salte de un pie cuando leí mi comisión del día, además llevaba en mi morral mi libro que tenía como destino el único destino al que un libro debería aspirar para sentir que su largo trajinar ha llegado a puerto seguro, las manos de un escritor, pero no de un escritor como los hay en este país tan choclón, sino de un escritor que lo ha ganado todo o casi todo que no es lo mismo, pero es igual. ¿Podría darle mi libro a Vargas Llosa? ¿podría acercármele aunque sea un centímetro justo y necesario para alcanzarle mi libro y en el peor de los casos aventárselo para que lo recogiese del suelo como un mandril que recoge su maní? ¿podría decirle algo? Y si así fuere ¿qué le diría? Mi primer intento por llegar a Vargas Llosa fue cuando este se presentó en la Casona de San Marcos y en donde me hice pasar con esa conchudez que ustedes ya saben que puedo llegar a tener como reportero, cuando apenas cursaba el tercer año en la universidad. Al toque nomás pasé la puerta y dije una frasecita que por aquel entonces era media mágica, “prensa” a la vez que mostraba un carnet que por lo general los de seguridad nunca se detenían a leer. Hice lo mismo ¿resultado? Capturado por la policía que sustentaba que había tenido el intento de atentar con la vida de nuestro Jedi mayor ¿me pasaría lo mismo ahora? Nones, ni a patadas, ni cagando, tenía el tan anhelado carnet que me permitía meterme al mismísimo baño de Alan si me daba la gana y si, por supuesto, me daban algo de sajiro, un poquito de bola.
Cuando llegué al Museo de la Memoria la ceremonia ya había empezado, mi ubicación no era la que tenían los ministros ni los congresistas, pero era la posición más cercana que podía tener un ser como yo, un ciudadano de a pie y era la posición que me hacía más feliz, todos los medios estaban presentes, todos los canales incluidos los extranjeros enfocaban a Vargas Llosa quien sentado desde su ubicación intercambiaba comentarios con Javier Pérez de Cuéllar.
La prensa había sido destinada a una especie de podio desde donde según los señores de la seguridad debíamos entrevistar a los insignes señores de la mesa de honor. Alan García habló y me aburrió, Pérez de Cuéllar habló muy bajito y no lo oí muy bien que digamos, y ahí estaba él, Don Mario, listo para que Sol Carreño que la funcò de moderadora lo presentara con se le debe presentar a alguien como él. El público enmudeció, Mario se puso de pie y la gente empezó a aplaudir como a una estrella de rock , se paró detrás del podio, acomodó su micro, miró al frente y todos los que estaban oyéndolo asentían con la cabeza como diciendo, cuánta razón, Mario o Pero si yo también pienso igual que tú, Mario. Bravo, Mario, bravísimo.
Yo desde mi ubicación miraba a Vargas Llosa lo más cerca que creí podía estar de él, más adelante sabrán por qué digo esto, y desde aquella ubicación lo miraba y me decía para mis adentros “ya sé por qué ingresé a la radio, ya tengo la respuesta, Eureka, es por ti, Mario, por ti”. Porque en el fondo sabía que sólo un oficio tan puto como el de periodista podía tenerme tan cerca de ti como nadie podría estarlo, me imaginaba la cara de mis amigos cuando les contase que había tenido a un Skywalker de verdad frente a mí, vería en sus ojos un brillito como queriéndome decir, “puta madre, Lalo, siempre nos cagas, puta madre”.
Lo oía a la perfección, su discurso fue letal, sin miedos, sin temores, con una rebeldía que una persona como él a la edad que tiene es capaz de mostrar. Vargas Llosa y yo, yo y Vargas Llosa, el maestro y el alumno, el Jedi y el padawan, el que lo ganó todo y el que nunca en su vida se acercará ni a la mitad de lo que ha ganado él y en el fondo me consuela que ningún hombre de este país podrá superarte así que chúpense esa mandarina los Ampueros, los Cuetos y los Thays, miren a su padre que todavía y aún encanecido los cachorrea.
La ceremonia terminó, de pronto una voz aparece en medio de la turba de periodistas ávidos por la noticia. “Habla, rompemos” dice alguien. Romper es causar o quebrantar el desorden en una ceremonia ficha en la cual acuden personalidades que tienes que ponerles el micro sí o sí si quieres justificar tu comisión y/o tu profesión, si no consigues información cerca de la personalidad, estás en nada, dedícate al cultivo de judías. “Ya, somos–responde alguien–a la voz de tres, uno, dos…” antes de llegar a tres cinco seguridad yacen en el suelo atrapando a unos fotógrafos, una reportera yace patas arriba y se le ve el calzón amarillo, un practicante yace atrapado en las manos de un policía moreno que lo acogota, no, no se preocupen, no soy yo, yo estoy a menos de veinte centímetros de Alan García. Un periodista español que creo haber visto en la tele le lanza una invitación.
–Presidente, García, presidente García, unas preguntas, por favor.
Alan, pendenciero como siempre, dice nones con el dedazo gordo de su mano y de pasadita manda un besito volado a la prensa que acodada y cuerpo a cuerpo, casi sin aire, lucha por conseguir un espacio privilegiado. Se retira con esa risita cachosa y su gordura que impide que el botón del saco le cierre. El español se achora, se alimeña, se aviva, se apendeja.
–¡Gilipollas!– grita.
Todos se ríen y por ahí un paterito dice “ay, se pasan ¡malcriados!”.
¡Mi objetivo! Donde está mi objetivo, miro el cabello plateado, una cámara reposa en mi cabeza, sorry, causita, no te muevas, me dice un pata. Alguno de los presentes se envalentona, se anima y extiende la invitación, alza la voz para que pueda oírla.
–Don Mario podemos hacerle unas preguntas
(cruzo los dedos mentalmente, no me cages, Mario, tú no, por favor)
–Un segundo, ahora conversamos.
(¡bien hecho, Mario! ¡Tú no… tú no, causa!)
Entonces Mario se da la vuelta por el escenario para no tener que agacharse la cinta de seguridad o saltarla, ya no estoy para esos trotes, padawan, tú me entiendes, y yo, sí, Mario, por supuesto.
Ahí está sin seguridad, paradito, tranquilo, sin nadie que lo joda. Los periodistas se callan unos a otros. Delante de mi hay una persona, delante de esa persona está Mario Vargas Llosa y yo simplemente no sé si gritarle que le debo todo o seguir con este micro de mierda que extiendo para que tenga que salir en las cámaras porque sino, Rodolfo, mañana me va a estar jodiendo. Mario conversa, habla en limpio, impecable, qué vas a editar ahí, chibolo, sólo chapa tu grabadora y pon REC, luego transcribe y listo. Después de algunos minutos Mario se despide, se aleja de aquellos periodista, noto que lo sigue menos gente, pero igual muchos quieren estar a su lado, que los enfoquen para que cuando lleguen a casa decir en el barrio que sì, el que sale a su lado soy yo, causita, Mario, buena gente el tipo.
Sigue avanzando, la vehemencia de un periodista lo hace tropezar con una silla forrada para la ocasión, no se queja, no le dice nada a la periodista sólo le pregunta si está bien, si no se ha hecho daño.
¡Ah no!, si Mario es capaz de aguantar tremendo tacle, también podrá aguantar a un jodido como yo que lo único que quiere es regalarle su libro. Ahí vamos.
–Mario tengo un obsequio para ti
(Mario camina delante de mí, parece no oírme, primer intento)
–Mario tengo un presente para ti
(Mario aún delante saluda a los conocidos, segundo intento)
–Mario te he traído un regalo
(Nada, Mario parece no oírme, alzo la voz para que me pueda oír)
–Mario tengo algo que quiero entregarte
(Nada. Me detengo, creo que alguien como él es una persona muy ocupada, alguien que debe hablar con Ministros y congresistas, no con periodistas para cosas que no sean estrictamente periodísticas. Lanzo mi último intento y en él trato de ser lo más franco posible que puedo)
–Mario te quiero regalar mi libro que publiqué hace años con mi propia plata
(Aguanta, chochera, se mueve, se está moviendo, sí, sí, sí, está girando y no es para escupirme o mandarme a largar, voltea completamente, me mira a los ojos y yo lo miro totalmente atónito)
–Mario este libro lo publiqué hace dos años y quiero regalártelo–le digo y extiendo el libro hacia sus manos.
–Aparte de periodista también escribes, muchacho– me dice él, es altísimo, inspira respeto y cariño.
–No soy periodista, Mario, tomé este trabajo porque me agrada y porque me permite estar cerca a personalidades como tú– le digo y miro su interés, es como si lo que le dijera fuera lo más importante para él en aquel instante.
–Ah ya te entiendo, a mí también me pasó lo mismo…prometo que llegando a mi casa lo leeré… pero me darás tu autógrafo para llevarlo de recuerdo.
(¡la cagada! ¡corto circuito en mi cerebro! Mario me pide un autógrafo y no está bromeando, está ahí, parado, esperando que reaccione y que saque una pluma y ponga algo ingenioso, él, Vargas Llosa aún pide autógrafos, él que podría tener la concha de morirse ahoritita mismo y no tener que envidiarle nada a nadie porque casi tuvo todo por lo que luchó.
Lo miro, me cagaste, Mario, me mojé cual padawan, no pensé jamás que me dirías eso, tú, o sea, tú, huevas, el lord de la literatura peruana, el Obi Wan Kenobi de los peruchos.
–No tengo pluma, Mario, sólo puedo darte las gracias en nombre mío y de mis amigos por seguir escribiendo y por hacernos creer en la literatura.
(Mario sonríe)
–Diles que más bien gracias a ellos por leerme y muchas gracias por el obsequio (vuelve a sonreír)
–De nada, Mario–digo, pero es a su espalda ahora a la cual le hablo, unos tipos enormes lo desaparecen y yo siento que acabo de tener el mejor orgasmo en mi poca auspiciosa vida como periodista.
Abraham me llama
–¿Y?¿qué conseguiste?–pregunta impaciente.
–Tengo el discurso completo de Vargas Llosa, las palabras de García y Pérez de Cuéllar.
–¡Así se hace, cachorro!–dice Abraham– prepárate un despachito y me llamas dentro de una hora ¿vale?
–Perfecto.
–Más bien movilízate para San Borja, una tía están haciendo su reclamo por el nuevo hospital del Niño en ese distrito.
Abraham sigue hablando, yo siento que puede mandarme a la misma Antártida si quiere. El sólo hecho de imaginar a Mario en su camioneta con mi libro entre sus brazos hojeándolo me pone de buen humor. No sé cómo puedo trabajar como periodista si ni siquiera porto un lapicero entre mis cosas ¿qué le hubiera puesto en la dedicatoria? ¿qué cosa esperaría él leer en dicha dedicatoria? No lo sé, pero creo que lo que tuve que decirle se lo dije personalmente y mirándolo a los ojos y estoy seguro que de no haber conseguido el puesto en aquella radio nunca hubiera tenido ese par de minutos que busqué para demostrarle todo mi respeto al Lord de la literatura peruana, al Obi Wan Kenobi que aún pide autógrafos en las ceremonias más importantes de este país, al hombre al que mucho de nosotros le debemos tanto que terminamos negándolo.
–Tengo la foto del momento en que está recibiendo el libro, habla, te la vendo–un fotógrafo me dice aquello casi de paporreta.
–¿Cuánto?–digo y vuelvo a pisar tierra.
–Cien Luquitas. Mírala– dice.
Me acerco a su lente, es Mario mirándome fijamente, yo al parecer estoy hablándole antes de entregarle el libro. Aquella ¡es la foto! Cuento los billetes de mi bolsillo.
–Tengo cincuenta– le digo– qué dices.
–No pasa nada, socio, cien o nada–insiste el fotógrafo.
Hago un esfuerzo, abro mi mochila, reviso la secretera.
–Setenta, no hay más– le digo aún sabiendo que tendré que caminar de regreso desde Miraflores hasta San Borja, y desde San Borja hasta mi casa. O sea, una utopía.
–Cien, cien Lucas
–No tengo
–Entonces no hay foto del recuerdo–dice y borra la foto de su lente en mis narices, me muestra la imagen, veo como se desarma en pequeños píxeles hasta desaparecer del todo.
Doy media vuelta y me dirijo rumbo a San Borja, una viejitas reclamonas y pitucas me esperan para ofrecer mi justiciera dedicación de periodista en ciernes. “Algún día lo escribiré–me digo a mí mismo–algún día yo mismo me haré venganza”
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6 comentarios:
dicen que el periodismo se aprende en la cancha
pensando pes varón. Le pedías el fono al fotógrafo y le decías que eras amigo de "Chicho", que no sabías ya dónde trabajaba y que al parecer anda tomando fotos dentro de Palacio pero solo en ocasiones especiales, ya que se va constantemente con el Canciller. Fácil que te regalaba al foto y te pedía el correo de "Chicho".
Lalo me encantó el post,al leerlo lo viví como si fuera mi historia, saludosssssssss
¡estupendo! se viene la segunda parte eh...
15 min de excitacion , buena lalo
FELICITACIONES, me habría encantado estar en tu pellejo, pero definitivamente tú te lo mereces más que varios...
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